¡Ha resucitado!
Tal vez no tenemos muy claro cómo explicarla, ni cómo sería.
No sabemos muy bien describirla. ¿Qué ocurrió? Sabemos que no se trataba de
revivir como si uno pospusiera la muerte por unos años. Fue, más bien, volver a
la Vida, pero así, con mayúscula. Volver a una nueva etapa, más plena, más
definitiva, eterna pero vinculada a lo de aquí. No sabemos muy bien en qué
consistió, pero sí tenemos claro cuáles son sus efectos, sobre todo en quienes
llegan a creer, de verdad, en ella.
«El ángel dijo a las mujeres: vosotras no temáis. Sé que
buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí; ha resucitado como había dicho»
(Mt 28, 5)
Se acaba el temor. Una de las palabras que más repite el
Resucitado es «No tengáis miedo». Y está bien eso de tener valor en la vida,
cuando hay tantos motivos que a veces nos hacen vivir un poco asustados,
temerosos de lo que pueda ocurrir. Da miedo equivocarse. Y quedarse solo. Eso
asusta mucho. Da miedo el rechazo de los demás. Asusta, también, el fracaso en
lo que uno acomete. La enfermedad, el desamor, el dolor… Pero la palabra sigue
ahí, clara y directa. «No tengas miedo». Porque, pase lo que pase, el último
giro del camino nos va a conducir a una tierra buena. Y esa certidumbre permite
plantarle cara a todos nuestros fantasmas.
«Por tanto, id a hacer discípulos entre todos los pueblos,
bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles
a cumplir cuanto os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin
del mundo» (Mt 28, 19-20)
Uno se imagina a los discípulos, antes de
Pascua, muy desesperanzados. Como uno mismo a veces lo está, cuando tienes días
tontos, grises; cuando lo pasas mal, cuando no haces pie en lo cotidiano o te
sientes triste, y ni siquiera sabes por qué; cuando todos los días parecen
iguales, y te invade una cierta melancolía sin nombre ni objeto; cuando Dios
calla; y los amigos tampoco hablan mucho. Pero entonces empiezan los ecos, los
testimonios, las palabras que a unos y otros les llenan de fuerza. Y recuperan
la ilusión, la capacidad de soñar y la fe en que lo bueno está por llegar. Una
tierra nueva.
En la tierra nueva
las casas no tienen llaves
ni los muros rompen el mundo.
Nadie está solo.
No se habla mucho del amor,
pero se ama
con los ojos,
las manos
y las entrañas.
Las lágrimas son fértiles,
la tristeza se ha ido
para no regresar,
y se ha llevado con ella
la pesada carga
del odio y los rencores,
la violencia y el orgullo.
Es extraña la puerta
que abre esa tierra:
es la sangre derramada
de quien se da sin límite,
es la paciencia infinita
de quien espera en la noche,
es la pasión desmedida
de un Dios entregado
por sus hijos; nosotros,
elegidos para habitar
esa tierra nueva.
José Mª R. Olaizola
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